Imagem: Diego Rivera,Rio Juchitán (1956)

Es un error pensar que el movimiento agroecológico se limita a producir orgánicos, en “un nicho diferenciado”. Su objetivo es reorientar la agricultura según lógicas que se opongan y subviertan a las del mercado capitalista

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Por Paulo Petersen y Denis Monteiro

Como para un equilibrista, la esperanza debe continuar

(Dedicado al fallecido compositor brasileño Aldir Blanc)

Una fuerza social latente bloqueada por los imperios alimentarios

En épocas de pandemia, hay un debate específico relacionado con los efectos en la salud pública que derivan del control que ejercen las megaempresas sobre los sistemas alimentarios. Según una comisión científica organizada por la prestigiosa revista médica The Lancet, la globalización uniforme de las pautas de producción y consumo de alimentos es responsable de la creación e interacción sinérgica de tres fenómenos agravantes de los problemas de salud en todo el mundo: la obesidad, la desnutrición y el cambio climático. Como los tres tienen causas y efectos comunes y se alimentan mutuamente, la comisión ha identificado el proceso como un fenómeno único, al que ha denominado sindemia global.

Según la comisión, la responsabilidad de la sindemia es innegable: por un lado, involucra la producción agropecuaria realizada a gran escala, basada en el uso intensivo de factores artificiales como agroquímicos, hormonas y antibióticos. Por otro lado, el consumo de alimentos ultra procesados; y para sostener energéticamente esta cadena de irracionalidad ecológica y sanitaria, el uso intensivo de combustibles fósiles.

Aunque la agricultura industrial y el consumo de comida chatarra se han practicado durante varias décadas, especialmente después de la segunda guerra mundial, no cabe duda de que la rápida expansión y la creciente interdependencia entre ambos procesos se produjo bajo la égida del neoliberalismo, en particular después de la firma del Acuerdo Agrícola de la Organización Mundial del Comercio (OMC) en 1995. Según la definición propuesta por el sociólogo holandés Jan Douwe van der Ploeg, desde entonces se han formado verdaderos “imperios alimentarios” que han cambiado profundamente la economía política de los sistemas alimentarios, al someter el mundo social y natural a nuevas formas de control centralizado y apropiación masiva. Para el autor, hemos presenciado “una conquista imperial en lo que respecta a la integridad de los alimentos, la pericia de la práctica agrícola, la dinámica de la naturaleza y los recursos y aspiraciones de muchos agricultores”. En contraste con sus fachadas de emprendimientos de última generación, los imperios no producen ninguna riqueza. Al igual que los antiguos imperios coloniales, sólo se apropian de los recursos que antes estaban relativamente controlados por las naciones y las comunidades locales, dejando a cambio pesadas responsabilidades sociales y ambientales. 

Es en este contexto histórico que la agricultura familiar campesina, en toda su diversidad e identidad cultural, irrumpe como una fuerza sociocultural y política que encierra promesas para el futuro en la reconstrucción de sistemas alimentarios sanos, económicamente dinámicos, técnicamente eficientes y ecológicamente sostenibles. Hay pruebas históricas de que la lógica de la organización social y económica de la agricultura familiar permite el desarrollo combinado de esas dimensiones, precisamente porque imprime en sus disposiciones técnicas y económicas un conjunto de principios comunes a la dinámica de la naturaleza: diversidad, flexibilidad de adaptación, carácter cíclico de los procesos, interdependencia y vínculos asociativos y de cooperación.

Sin embargo, este potencial inscrito en las memorias bioculturales de la agricultura familiar y bien difundido en todo el planeta ha sido desperdiciado en gran medida por las políticas públicas y los marcos reguladores diseñados para favorecer la dinámica expansiva de la agricultura capitalista (patronal) y, más ampliamente, de los imperios alimentarios. En lugar de la diversidad, presenciamos el avance de la especialización productiva, característica de las economías de escala adoptadas en la producción industrial. Los procesos económicos cíclicos a escala local dan paso a las cadenas mundiales de commodities y la interdependencia entre los agentes económicos es sustituida progresivamente por grandes conglomerados monopólicos. El principio de cooperación solidaria en la economía es suplantado por el individualismo competitivo en los mercados.

Cabe señalar, sin embargo, que el desperdicio de este potencial sociocultural latente es aún más flagrante y paradójico cuando las políticas públicas específicas para la agricultura familiar, generalmente resultado de logros duramente conquistados por los movimientos sociales en el campo, inducen a las familias campesinas a entrar en trayectorias de innovación técnica y productiva que comprometen su autonomía económica y cortan sus vínculos de pertenencia a redes comunitarias de solidaridad.

Esta situación se produjo en Brasil, uno de los países pioneros en la institución de políticas públicas específicas para la agricultura familiar. Desde mediados de la década de 1990, una parte importante de los recursos públicos canalizados a este segmento indujo a incorporar los paquetes tecnológicos de la Revolución Verde y a especializar sus unidades de producción. Esta orientación política dio lugar a la sustitución progresiva de los policultivos tradicionales asociados a piscinas exteriores por ganadería y monocultivos confinados, ambos estructuralmente dependientes de los insumos comerciales. Desde el punto de vista económico, estos cambios técnicos han implicado una creciente mercantilización de las operaciones de gestión que antes realizaban las propias familias, desencadenando a menudo procesos de cooperación en sus comunidades.

Con el avance de la llamada “modernización agrícola”, se abandonaron progresivamente las prácticas tradicionales de las economías rurales como la producción local de insumos productivos, la reciprocidad en la comunidad para la realización de trabajos pesados, el procesamiento artesanal de la producción, la comercialización asociativa e incluso la producción de alimentos para el autoconsumo, dando paso a la creciente mercantilización de estos productos y servicios necesarios para la reproducción técnica y social de la agricultura familiar. Como resultado, una parte importante de un segmento económico esencial, que se ha reproducido históricamente manteniendo altos niveles de autonomía en relación con el capital, es llevado a entrar en trayectorias de subordinación política y económica a los sectores industriales y financieros de la agroindustria. No sin razón, la renegociación de las deudas contraídas con el sistema financiero a través de las políticas de crédito rural se ha hecho cada vez más presente en las agendas reivindicativas presentadas anualmente al gobierno federal por los movimientos sociales del campo. Incluso en sus demandas de políticas públicas, la agricultura familiar está ahora reproduciendo el comportamiento de la agricultura patronal.

En este sentido, “modernizar” significa inculcar el “espíritu empresarial” en la agricultura familiar. Es decir, orientar la gestión económica de las unidades de producción exclusivamente por la “lógica de los mercados”. En las actuales condiciones históricas, esto implica la subordinación de la agricultura familiar a las cadenas globalizadas de la agroindustria. En otras palabras, significa “descampesinizar” la agricultura familiar.

Democratización de los sistemas alimentarios

El estímulo gubernamental a la difusión de la racionalidad empresarial en la agricultura familiar ha inducido a que una parte importante del sector introduzca un estilo de gestión económica restringido a la contabilidad financiera en lugar de las múltiples cualidades intrínsecas a la economía moral campesina, lista para ser desarrollada en beneficio de la sociedad en su conjunto. La consecuencia ha sido la reproducción en la agricultura familiar del enfoque productivista orientado esencialmente a responder a los estímulos del mercado.

El encadenamiento y la profundización de las externalidades socioambientales y culturales negativas es el resultado directo de esta inducción pública al productivismo económico en detrimento de las cualidades multifuncionales propias de la agricultura campesina. La reconversión productiva de los establecimientos familiares, con la reducción de las superficies dedicadas a la producción de alimentos básicos y el correspondiente aumento de la elaboración de productos agrícolas para las industrias de alimentos ultra procesados o de granos, como la soya y el maíz, son evidencia considerable del bloqueo a la multifuncionalidad de la agricultura familiar que ejercen las políticas destinadas a “fortalecer la agricultura familiar”. Un bloqueo crítico en un país donde el derecho de la población a una alimentación sana y adecuada no está garantizado y se ve aún más comprometido por los efectos cada vez más profundos de la pandemia.

Incluso a nivel microeconómico, las contradicciones son evidentes. Guiado por el objetivo de maximizar la rentabilidad financiera a corto plazo, el progreso económico de una unidad de negocio familiar no implica necesariamente la generación de beneficios para la colectividad de su entorno inmediato. Muy por el contrario, este estilo de crecimiento, beneficioso para unos pocos y por un tiempo limitado, representa el bloqueo de caminos alternativos hacia economías rurales más equitativas y sostenibles. La modernización es, en este sentido, una vía para el desarrollo de una agricultura socialmente selectiva y económicamente concentrada, en la que sólo los considerados emprendedores con aptitudes empresariales serían moralmente capaces de recibir apoyo estatal. No es sin razón que la noción de “competitividad” se ha consolidado como un valor central en la economía moral de quienes entienden la agricultura como una simple agroindustria.

Por consiguiente, el desarrollo de los potenciales latentes de la agricultura familiar como base sociocultural y económica de sistemas alimentarios justos, saludables y resilientes requiere superar la economía moral de la agroindustria. Para ello, el Estado debe intervenir para reposicionar el papel y el lugar de los mercados en la regulación de los sistemas alimentarios: desde un ámbito selectivo en el que se disputa la supervivencia económica de las familias campesinas en función de su grado de alineamiento con las normas, valores y estándares tecnológicos impuestos por las redes oligopólicas que operan a escala mundial, se deben promover activamente los mercados agrícolas y alimentarios como mecanismos institucionales desarrollados y mantenidos con la participación efectiva de productores/as, consumidores/as y agentes de las cadenas de intermediación locales.

Esto significa deconstruir el aura mística atribuida al mercado por el pensamiento neoliberal. A partir de una entidad autónoma con voluntad propia, cuyas manos invisibles ejercen el poder de control sobre el funcionamiento de las sociedades, los mercados son, como cualquier institución humana, construcciones sociales que reflejan las relaciones de poder entre los actores involucrados. Los mercados alimentarios justos y democráticos son aquellos capaces de estabilizar un adecuado equilibrio entre los intereses de los diferentes agentes económicos involucrados. Una remuneración justa para quienes producen, procesan y distribuyen alimentos; precios adecuados para quienes consumen; la calidad biológica y sanitaria de los alimentos y sus procesos de producción son objetivos centrales que deben considerarse en esos mercados.

Para que estos objetivos sean compatibles es necesario desarrollar mecanismos para la gobernanza democrática de la agricultura y la alimentación. En la práctica, esto supone redefinir las funciones que desempeñan el Estado, la sociedad civil y la iniciativa privada en la regulación de las transacciones económicas de la producción y el suministro de alimentos. Algo prácticamente imposible de lograr aplicando la prescripción neoliberal de la gestión pública, es decir, la supuesta desregulación de los mercados agrícolas en nombre de la supuesta libre empresa. Dos supuestos ficticios al considerar el papel decisivo del Estado en el condicionamiento de los mercados en beneficio de la iniciativa privada de una minoría, en detrimento de los intereses públicos de la mayoría. 

La agroecología y la nueva geografía alimentaria

La gobernanza democrática de la alimentación implica el desarrollo de una “nueva geografía de los alimentos”, acortando las distancias físicas y sociales entre la producción y el consumo. La “reubicación” o “reterritorialización” de los sistemas alimentarios es exactamente lo que los movimientos agroecológicos han estado defendiendo y construyendo activamente durante décadas.

En lugar de tecnologías químicas y fósiles dependientes de la revolución verde, que son responsables de la desconexión ecológica de la agricultura de los territorios, la agroecología desarrolla sistemas técnicos mantenidos por las funciones ecológicas que proporciona la biodiversidad. Ya sea nativa o exótica, cultivada o no, la biodiversidad mantenida y gestionada en los paisajes agrícolas de acuerdo con los principios agroecológicos es la responsable de capturar y convertir la energía solar en biomasa. Con una dependencia muy baja o nula de los insumos comerciales y la energía externa, esta biomasa es adquirida para satisfacer las necesidades económicas y alimentarias de las familias de agricultores, y también se recicla en el mismo (agro)ecosistema, mejorando las funciones ecológicas responsables de mantener la fertilidad del suelo y la salud de los cultivos y el ganado.

Visto desde esta perspectiva, la noción de “agricultura de bajo carbono (ABC)”, recientemente insertada en la narrativa desviacionista de la agroindustria como estrategia para ocultar su responsabilidad decisiva en el cambio climático, es totalmente inapropiada y cuestionable. La agroecología contribuye a la reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero y a la construcción de una agricultura más resistente al cambio climático, precisamente porque sustituye las economías comandadas por transacciones financieras, entrópicas por naturaleza, por bioeconomías, es decir, economías en las que la producción de valor se lleva a cabo a partir de la estrecha integración del trabajo humano con los flujos ecológicos locales mediante la gestión de la biomasa.

En lugar de los mercados agrícolas controlados por los imperios alimentarios, que son responsables de la desconexión sociocultural y económica de la agricultura de los territorios, el enfoque agroecológico guía el desarrollo de sistemas alimentarios territorializados basados en la iniciativa autónoma de redes locales formadas por productores, procesadores, distribuidores y consumidores. Estas redes, basadas en diversas formas asociativas adaptadas a las peculiaridades culturales y organizativas de cada territorio, desarrollan y coordinan circuitos cortos de suministro de alimentos compuestos por mercados locales y otros mecanismos de transacción económica no mercantiles, como trueques y donaciones. Al fomentar nuevas relaciones entre el mundo rural y las ciudades dentro de los territorios, las redes territoriales de agroecología contribuyen a revalorizar los cultivos alimentarios regionales, condición indispensable para construir la “soberanía alimentaria”, bandera política central de los movimientos y organizaciones identificados con la agroecología.

¿Cómo podemos asegurar la alimentación de una población mundial en aumento, cada vez más concentrada en las grandes metrópolis, con una propuesta como ésta de reubicar los sistemas alimentarios? Este cuestionamiento recurrente de la propuesta agroecológica apunta a uno de los grandes desafíos para un futuro no muy lejano, cuando la población humana debería llegar a su cúspide, algo así como 9 o 10 mil millones de almas. Para abordar esta cuestión crítica se requiere responder a otras dos preguntas igualmente críticas. La primera es de carácter biofísico: ¿cómo aumentar el volumen de alimentos para abastecer la creciente demanda demográfica sin contar con agua abundante, petróleo barato y un clima estable en el futuro, tres condiciones indispensables para mantener las actuales normas industriales de producción, elaboración y distribución de alimentos que estarán irremediablemente comprometidas con la continuidad de esas mismas normas?

La segunda cuestión está directamente relacionada con la dimensión demográfica. ¿Son deseables y sostenibles para el futuro de la humanidad la formación de mega aglomeraciones con la supresión de las zonas rurales y las ciudades pequeñas y medianas y, por otra parte, el mantenimiento del mundo rural deshabitado con la difusión de estilos de cultivo sin agricultores? La pandemia actual explica una de las múltiples caras de la irracionalidad de este patrón de distribución demográfica resultante de un sistema económico organizado para producir “ejércitos de reserva” de mano de obra para las actividades urbano-industriales.

Según una imagen propuesta por Manuel Castells, actual Ministro de Universidades de España, la pandemia representa el restablecimiento de un sistema disfuncional que tiende al colapso. En otras palabras, se trata de una alarma automática emitida por el propio sistema para que sus disfunciones puedan ser atendidas. Las fórmulas adoptadas en el pasado para superar las crisis sociales y económicas están condenadas al fracaso porque han dejado de lado el hecho de que las sociedades humanas funcionan a partir de la integración metabólica en toda la Biosfera. La superación de las disfunciones sistémicas implica la construcción de otro patrón metabólico. En palabras de Castells, implica “una nueva forma de vida, otra cultura, otra economía”.

La agroecología se presenta en este contexto de redefinición de los caminos de la civilización como una propuesta factible y necesaria para construir economías ancladas en nuevos valores culturales que sustenten nuevas formas de vida. Reubicar, descentralizar y desconcentrar son verbos que deben conjugarse de manera integrada en la gramática de las economías que tendrán que surgir para hacer posible estos mundos plurales.

La agroecología en la construcción de la economía social y solidaria

El reconocimiento institucional de la agroecología en Brasil y en todo el mundo es cada vez mayor. En cierto modo, este reconocimiento sigue limitado a la dimensión técnica del enfoque agroecológico, que muy a menudo se confunde con la agricultura orgánica, un modelo de producción agrícola legalmente normalizado cuya principal característica definitoria es la prohibición del uso de organismos genéticamente modificados e insumos sintéticos perjudiciales para la salud humana y la naturaleza, como los plaguicidas, los fertilizantes, las hormonas de crecimiento y los antibióticos. A pesar de su similitud con la agricultura orgánica a nivel técnico, que también se orienta a la dispensación de productos agroquímicos y transgénicos, la agroecología incorpora explícitamente las dimensiones sociales y políticas en su perspectiva crítica al afirmarse como un foco para la transformación estructural de los sistemas alimentarios según pactos de economía política anclados en valores y prácticas contra-hegemónicos destinados a promover la equidad social y la sostenibilidad ambiental.

Esta distinción conceptual es necesaria cuando se ve que una parte importante de la producción orgánica del mundo está actualmente controlada por las cadenas corporativas de la agroindustria. Aunque representa un avance en términos de beneficios ambientales y de salud humana, el crecimiento exponencial de la agricultura orgánica en los últimos veinte años ha estado fundamentalmente ligado a la misma gramática de poder impuesta por los imperios alimentarios.  Esto explica por qué la agricultura orgánica se está expandiendo en todo el mundo como un mercado especializado que vincula a un número limitado de productores certificados con una proporción ínfima de consumidores capaces de pagar el sobreprecio que se cobra por los alimentos orgánicos. Es precisamente esta lógica de organización económica como segmento específico de un mercado que ofrece alimentos de calidad cada vez más deficiente la que explica el paradójico crecimiento simultáneo de la agricultura orgánica y el consumo de pesticidas en Brasil.

A diferencia de lo que ha sucedido en otros países, especialmente en el Norte Global, afortunadamente el movimiento agroecológico y una parte importante del movimiento de la agricultura orgánica en Brasil han surgido y se han desarrollado juntos, como portadores de la crítica no sólo a las normas tecnológicas de la agricultura industrial sino también a la racionalidad económica ambientalmente depredadora y socialmente injusta del agronegocio. Un ejemplo elocuente de esta construcción conjunta proviene de la década de 1990, cuando el movimiento orgánico de base agroecológica de Brasil protestó contra la iniciativa del Ministerio de Agricultura de normalizar los procesos de certificación de la producción orgánica para satisfacer las demandas del mercado europeo, que ya se estaba expandiendo en ese momento.

Partiendo de la base de que la comercialización local de alimentos orgánicos se ha basado históricamente en las relaciones de confianza establecidas entre productores/as y consumidores/as, el movimiento cuestionó la necesidad de pagar por los servicios de certificación profesional, un procedimiento que ya empezaba a adoptarse en todo el mundo bajo la presión europea. El resultado de la lucha contra la mercantilización de la confianza fue el reconocimiento oficial de los Sistemas Participativos de Garantía (SPG) en la Ley de Orgánicos de 2003. Posteriormente, en la legislación brasileña se regularon otros mecanismos auto gestionados de producción de confianza, asegurando que una parte importante de la producción orgánica del país, especialmente la realizada por la agricultura familiar, siga siendo comercializada a través de circuitos cortos, como las ferias. Esta experiencia brasileña ha influido en los debates internacionales sobre la normalización de la agricultura orgánica, y los SPG están actualmente reconocidos por la Federación Internacional de Movimientos de Agricultura Orgánica (IFOAM-Organics-International) y en la legislación reglamentaria de la actividad en varios países.

Este logro es una expresión emblemática del reto de institucionalizar las ideas coherentes con las prácticas y los valores de la economía social y solidaria, en las políticas públicas y los marcos normativos de los Estados francamente alineados con los fundamentos neoliberales. Por otra parte, cabe señalar que incluso en las economías altamente planificadas y controladas por los Estados, se encuentran poderosos bloqueos para la aplicación de esas prácticas y valores en la organización de los sistemas alimentarios.

Abundan los ejemplos históricos del fracaso de la lógica intervencionista del Estado en la agricultura y la alimentación. El ejemplo de Cuba es probablemente uno de los casos más paradigmáticos en este sentido. Después de décadas de fuertes subsidios soviéticos para mantener la agricultura industrial en el país, el sistema alimentario cubano prácticamente se derrumbó cuando los subsidios cesaron en el momento de la quiebra del régimen soviético.

A fin de superar el difícil período especial caracterizado por altos niveles de desnutrición en la población, el gobierno comprendió que la solución estructural al problema de los alimentos no sería el control centralizado de la distribución. Tampoco pasaría por la continuidad del modelo de producción dependiente de los agroquímicos y de las fuentes de energía fósil del que ya no dependía. Sólo abandonando los enfoques productivistas y anti-campesinistas que también cristalizaron en el pensamiento de la izquierda ortodoxa sería posible construir respuestas coherentes y duraderas al drama social que se vivía en el país. En la práctica, esto implicaba una acción decidida del gobierno en alianza con el heroico pueblo cubano para descentralizar el sistema alimentario basado en procesos de “recampesinización” asociados al estímulo de la producción agroecológica y a la construcción de circuitos cortos de abastecimiento regulados por redes locales de economía social y solidaria.  

La creación de un entorno institucional propicio para el desarrollo de estas prácticas fue fundamental para hacer frente a la profunda crisis alimentaria en un plazo relativamente corto, con la contribución decisiva de las iniciativas de la agricultura urbana, reconociéndose hoy en día a Cuba como uno de los países que más ha avanzado en el empleo de la perspectiva agroecológica para construir su soberanía alimentaria.

La lectura agroecológica de la crisis

El ejemplo cubano apoya el argumento central de este artículo: la transformación de los sistemas alimentarios según la perspectiva agroecológica es una condición urgente e indispensable para la superación estructural de la crisis de la civilización que caracteriza al actual período histórico. El ejemplo también pone de relieve el papel que una crisis repentina e inesperada puede desempeñar en la movilización de las fuerzas sociales en defensa de alternativas de emergencia con carácter transformador a mediano y largo plazo. La agudización de la crisis de salud y de suministro de alimentos desencadenada por la pandemia del Coronavirus funciona en este mismo momento como una prueba sorpresa de nuestra capacidad colectiva para crear respuestas eficaces a la crisis estructural del sistema alimentario neoliberal.

Como bien identificó Boaventura Sousa Santos, hay una cruel pedagogía del virus que advierte que la normalidad inmovilizadora del statu quo nos llevará inexorablemente a la anomia social. El principal desafío por el momento es producir un aprendizaje colectivo de esta dolorosa experiencia para que se unan las fuerzas sociales capaces de desviarnos de esta ruta hacia el abismo.

Aunque son contemporáneas a la puesta en práctica del proyecto político-ideológico de la Revolución Verde, las críticas y propuestas de los movimientos sociales que hoy se aglutinan en torno a la agroecología sólo recientemente han empezado a recibir cierto crédito en la comunidad internacional. Este reconocimiento repentino ocurrió exactamente con el estallido de la crisis alimentaria mundial en 2008, la primera de este tipo desde la Segunda Guerra Mundial. Estimando que el número de personas que padecen hambre en el mundo aumentó en 150 millones hasta alcanzar los 1.000 millones, los distintos organismos de las Naciones Unidas multiplicaron los llamados para la adopción de medidas de emergencia, mientras que la FAO convocó una conferencia extraordinaria sobre la seguridad alimentaria en junio de ese año.

Los duros debates del evento expresaron las profundas e irreconciliables diferencias relacionadas con la lectura de la crisis y las propuestas para enfrentarla. Las voces prevalecientes explicaron el fenómeno como resultado de una coyuntura particularmente desafortunada formada por la competencia de circunstancias negativas como el aumento de los costos de la energía, el uso de tierras agrícolas para la producción de agrocombustibles, cosechas perdidas en zonas agrícolas importantes debido a las sequías, y el aumento de la demanda de granos como resultado de los cambios en los hábitos de consumo, con el aumento de las dietas de carne. El resultado de un diagnóstico tan fragmentario, incapaz de relacionar los fenómenos señalados como síntomas de una única crisis estructural, no podía ser otro que la reafirmación, en la declaración final de la Conferencia, de la validez de las políticas liberales en la (des)regulación de los mercados agrícolas y la modernización tecnológica basada en la agroquímica y la biotecnología.

A pesar de la resistencia mostrada por el sistema de poder hegemónico, la situación particularmente negativa de 2008 creó un espacio político para que las perspectivas contra-hegemónicas fueran consideradas en los debates oficiales desde entonces. En documentos oficiales de gran repercusión internacional se presentaron nuevos diagnósticos y nuevas propuestas de acción para hacer frente a las profundas contradicciones del régimen alimentario neoliberal. En 2009, el informe “La agricultura en la encrucijada” del importante Panel Internacional de Evaluación del Papel del Conocimiento, la Ciencia y la Tecnología Agrícola para el Desarrollo  (IAASTD por sus iniciales en inglés), integrado por más de 400 científicos de todos los continentes, indicó la necesidad de sustituir urgentemente los métodos de la agricultura industrial por métodos que promuevan la biodiversidad y que beneficien a las comunidades locales. También afirmó que se pueden producir más alimentos y de mejor calidad sin destruir los medios de vida rurales y los recursos naturales.

Posteriormente, en 2010, en el informe presentado al Comité de Derechos Humanos de la Asamblea de las Naciones Unidas, Olivier de Schutter, Relator Especial de las Naciones Unidas sobre el derecho a la alimentación, corrobora las directrices de la IAASTD y explica el potencial de la agroecología como el enfoque científico más adecuado para reorientar los sistemas de generación de conocimientos y las alternativas tecnológicas para la agricultura. El documento se refiere a la agroecología como “una modalidad de desarrollo agrícola que no sólo presenta estrechas conexiones conceptuales con el derecho humano a la alimentación, sino que también ha presentado resultados en la realización de este derecho entre los grupos sociales vulnerables de varios países”.

En la misma línea de argumentación, una serie de documentos fueron publicados por organismos de la ONU y grupos de investigación de prestigiosas instituciones académicas de todo el mundo. Como parte de este proceso de revisión crítica de las directrices institucionales, las Naciones Unidas declararon el 2014 como el “Año Internacional de la Agricultura Familiar (AIAF)”. En el foro de la AIAF, la FAO organizó un Simposio Internacional sobre Agroecología centrado en la promoción de la seguridad alimentaria y nutricional, seguido de cuatro seminarios regionales. Posteriormente, ya en el contexto del debate sobre la agenda de los “Objetivos de Desarrollo Sostenible” (ODS), se realizó el segundo Simposio Internacional de Agroecología en 2018, esta vez poniendo en el centro del debate los desafíos para que el enfoque agroecológico se institucionalice en las políticas públicas de los países.

Esta trayectoria de reconocimiento institucional de la agroecología ha obligado a las empresas agroindustriales a ajustar sus narrativas. Su discurso auto-legitimador, hasta entonces, se centró en las supuestas virtudes de sus paquetes tecnológicos, siempre presentados como productos de la frontera del conocimiento científico. Además del arsenal agroquímico utilizado en gran escala desde la década de 1960, estos paquetes comenzaron a incorporar tecnologías de manipulación genética, con el advenimiento de los transgénicos agrícolas a partir de la década de 1990. El argumento clave de la narración que legitima el proyecto de modernización agrícola impuesto en todo el mundo desde mediados del siglo XX se relaciona con la necesidad de aumentar y mantener una alta productividad física de los cultivos y la ganadería mediante las denominadas tecnologías modernas, condición necesaria para superar el hambre y la desnutrición.

Aunque la falsedad del argumento ha sido denunciada durante décadas, fue expuesta realmente en la crisis alimentaria de 2008, después de más de 50 años de imposición de paquetes agrícolas a través de políticas públicas. La crisis dejó claro que los dramas del hambre y la desnutrición no son el resultado de un problema de suministro, sino de una mala distribución de los alimentos producidos. Además de no cumplir su promesa central, se ha hecho cada vez más difícil para las empresas agroindustriales ocultar su responsabilidad directa en la generación y profundización continua de los efectos negativos sobre el medio ambiente, el clima y la salud colectiva. La necesidad de ajustes en el discurso proviene precisamente de esta creciente explicación pública de las contradicciones de una matriz tecnológica que erosiona las condiciones biofísicas y sociales de la existencia de la propia agricultura.

Nociones como “intensificación sostenible”, “agricultura climáticamente inteligente” o la ya mencionada “agricultura baja en carbono” se incluyen ahora en la retórica empresarial con el fin de transmitir la falsa idea de la responsabilidad ambiental de la agroindustria. Detrás de estas nuevas etiquetas, pequeños ajustes en las antiguas botellas. Las propuestas técnicas basadas en la gestión de la biodiversidad y la biomasa, típicas del enfoque agroecológico, son aceptadas ahora de manera sin precedentes en los arreglos tecnológicos de la agroindustria. Esta estrategia juega un doble papel en la guerra de relatos en la que se libra una lucha política. Por una parte, produce un barniz de racionalidad técnica y ambiental, buscando transmitir la falsa imagen de equilibrio entre los objetivos económicos y ecológicos. Por otra parte, confunde los términos del debate público sobre la agroecología, incluyendo el claro intento de cooptar partes del movimiento agroecológico directamente involucrado en la innovación científico-tecnológica.

Como el movimiento resiste y no se deja cooptar, sus detractores lo identifican como ideológico y radical. Una verdadera identificación, hay que decirlo. Ideológica porque no está anclada en el falso supuesto de la neutralidad de la ciencia, un axioma funcional a la legitimación de una matriz tecnológica social y ecológicamente destructiva. La perspectiva agroecológica se posiciona claramente en el campo ideológico de los valores asociados a la equidad y la justicia social, incorporando además una clara orientación a favor de las economías en armonía con la dinámica de la naturaleza.

Radical porque sitúa la raíz de la crisis estructural a superar en las relaciones de poder que organizan los sistemas alimentarios globalizados. Estas relaciones se imponen mediante tecnologías desarrolladas para generar una dependencia estructural de la agricultura respecto del capital financiero. Romper las cadenas de dependencia del capital es el objetivo de la agricultura organizada con un enfoque explícito en la remuneración del trabajo y en asegurar la reproducción ecológica de los medios de producción. La agroecología es este enfoque.

[ CONTINUA ]

PAULO PETERSEN E DENIS MONTEIRO
Paulo Petersen é agrônomo, coordenador executivo da AS-PTA – Agricultura Familiar e Agroecologia, membro  do núcleo executivo da Articulação Nacional de Agroecologia (ANA) e da Associação Brasileira de Agroecologia (ABA-Agroecologia)

Denis Monteiro é agrônomo, secretário executivo da Articulação Nacional de Agroecologia (ANA) e doutorando na Universidade Federal Rural do Rio de Janeiro