
En un periodo histórico marcado por el industrialismo y los protocolos burocratizados de organización de los procesos productivos, no cabe duda de la importancia de la Década de la Agricultura Familiar, establecida por la Asamblea General de las Naciones Unidas para el periodo comprendido entre 2019 y 2028. Al arrojar luz sobre la que es la categoría profesional más numerosa del planeta, la iniciativa de la ONU contribuye a situar a la agricultura familiar como un actor importante en la agenda política internacional. En particular, llama la atención sobre las cualidades intrínsecas de su modo de producción y de vida, que deben valorarse y desarrollarse como condición ineludible para resolver los dilemas críticos a los que se enfrentan las sociedades contemporáneas en un escenario de colapso socioecológico.
La combinación de estos dilemas ha sido definida por el filósofo francés Edgar Morin como «policrisis»: múltiples crisis interconectadas que se amplifican mutuamente, haciendo imposible encontrar soluciones efectivas a una crisis singular de forma aislada de las soluciones a las demás. Por desgracia, hasta ahora, las propuestas de solución que han recibido más atención y apoyo público se han caracterizado precisamente por su enfoque fragmentado y sectorial. Por ello, estas propuestas forman parte de lo que se ha dado en llamar «falsas soluciones». Falsas, porque no aportan respuestas eficaces a los problemas que abordan. También porque, al aplicarse, acaban acentuando otras crisis. La instalación de grandes parques solares o eólicos en territorios ocupados por comunidades agrícolas familiares es un ejemplo paradigmático de los efectos contradictorios que generan las falsas soluciones sectoriales. En nombre de una transición energética hacia una matriz basada en «energías limpias», se bloquean vías prometedoras para la transición ecológica justa (que, necesariamente, incluye la dimensión energética).
El diagnóstico de la policrisis indica que las soluciones necesarias para alcanzar los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) o para superar los retos que plantean las tres convenciones de las Naciones Unidas surgidas en 1992 en Río de Janeiro (cambio climático, biodiversidad y desertificación) no provendrán de iniciativas sectoriales guiadas por métricas reduccionistas. Para ser eficaces, las soluciones deben combinar respuestas a las distintas dimensiones (o síntomas) de la policrisis. Sólo abordando la raíz común de las crisis interconectadas será posible interrumpir los círculos viciosos que las alimentan, abriendo espacio para el desarrollo de círculos virtuosos transformadores que apunten a superarlas estructuralmente. Cambiar los patrones económicos que organizan las formas en que las sociedades modernas se apropian de los bienes y servicios de la 2
naturaleza y le devuelven sus residuos es una condición ineludible para atajar la policrisis en su raíz.
Precisamente porque hace posible cambios a gran escala de estos patrones económicos, atribuimos a la agricultura familiar un papel decisivo para hacer frente a las múltiples crisis, cuyos síntomas dieron lugar a la creación de las convenciones de Río de Janeiro en el ámbito medioambiental, así como a los retos sociales y políticos establecidos en la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible. Para justificar esta afirmación, es importante definir con precisión lo que entendemos por «agricultura familiar». No se trata de un capricho conceptual carente de consecuencias. El concepto delimita realidades muy diferentes en cuanto a la relación de la agricultura con la naturaleza y con la sociedad. No porque corresponda a una agricultura practicada en pequeñas parcelas. Las grandes virtudes de la agricultura familiar para las sociedades contemporáneas no provienen del hecho de que se practique a pequeña escala. Viene precisamente del hecho de que es … familiar. La fuerza de trabajo que mueve los medios de producción la aportan las familias que gestionan esos medios de producción y que dependen de los frutos de su propio trabajo para reproducirse. En resumen, lo que define a la agricultura familiar es la organización social del trabajo y no el tamaño de la explotación económica.
La agricultura familiar es, por tanto, una forma específica de practicar la agricultura. Sus virtudes que hay que reconocer y desarrollar residen precisamente en esta forma peculiar de organizar el trabajo (su modo de producción) que se corresponde con un proceso económico igualmente peculiar (su modo de vida). A nivel microeconómico, el trabajo en la agricultura familiar se organiza para gestionar una gama diversa de productos que se integran entre sí, formando complejas tramas económico-ecológicas a escala del paisaje mediante el uso múltiple del territorio. El mantenimiento de sistemas de producción biodiversos y la gestión de la biomasa son cruciales para cerrar los ciclos ecológicos alimentados por la energía solar captada por la fotosíntesis. Se trata de una economía de la diversidad (o de alcance) y no de una economía de escala, típica de los procesos industriales. Las múltiples producciones generadas en una misma unidad de producción optimizan el uso de los recursos endógenos y reducen, o incluso eliminan, la dependencia estructural de insumos agroquímicos de alta intensidad energética (además de su toxicidad para la salud humana y medioambiental). En este sentido, se trata de una economía altamente eficiente desde el punto de vista de la conversión energética. Si realmente queremos promover una transición energética justa, que evite las emisiones de gases de efecto invernadero, debemos tomarnos mucho más en serio la agricultura familiar como un eficiente conversor de energía en los procesos de producción de alimentos.
Pero este tipo de economía agraria sólo tendrá posibilidades de multiplicarse y consolidarse a nivel micro si se integra a nivel meso en sistemas territorializados de distribución y suministro alimentario que valoricen económicamente la producción diversificada y culturalmente adaptada que le es propia. Los sistemas de distribución y suministro territorializados acercan la producción y el consumo 3
de dos maneras: a) físicamente, haciendo posible una reducción sustancial del consumo de energía para la transformación, el envasado, la refrigeración y el transporte de la producción; b) socialmente, reduciendo la cadena de intermediación que drena el valor producido para fuera del territorio, en detrimento de la remuneración del trabajo de la agricultura familiar. Por lo tanto, la efectividad de la agricultura familiar como portadora de respuestas a la policrisis depende de su acoplamiento estructural a los sistemas agroalimentarios territorializados. Esto significa que su potencial no puede desarrollarse dirigiendo la inversión pública exclusivamente a sus unidades de producción. El foco de la inversión debe abarcar todo el sistema agroalimentario, incluidos todos los eslabones entre la producción y el consumo.
Reforzar la economía de la agricultura familiar implica también ampliar el espacio agrario que ella ocupa. Éste es el sentido contemporáneo de la cuestión agraria y éste debe ser el objetivo primordial de la reforma agraria. En términos económicos, se trata de «dar escala a las economías de alcance». Por otra parte, para contener la profundización de las crisis, es necesario restringir las economías de escala y sus impulsos expansionistas sobre los espacios agrarios. En la práctica, estos impulsos se materializan en el acaparamiento de tierras, con la expropiación de los derechos territoriales de los pueblos indígenas y de los pueblos y comunidades tradicionales, y en la deforestación para abrir nuevas áreas a la producción agrícola vinculada a cadenas de valor altamente consumidoras de energía fósil. El expansionismo avanza también hacia áreas ocupadas por unidades familiares en crisis debido a entornos económicos e institucionales hostiles al desarrollo y consolidación de sus economías. Desde el punto de vista institucional, el expansionismo se ve favorecido por los cambios en las regulaciones medioambientales, territoriales, sanitarias, fiscales y tributarias impuestas a los Estados por los segmentos económicos que se benefician de ellas.
Por lo tanto, la solución de la cuestión agraria en el siglo XXI no se hará simplemente con la parcelación y la distribución de la tierra a la agricultura familiar. El reconocimiento público de la agricultura familiar no será suficiente si el entorno económico e institucional la induce a funcionar económicamente como un agronegocio de pequeña escala. Esto es exactamente lo que ocurrió en Brasil tras la creación del Programa Nacional de Fortalecimiento de la Agricultura Familiar (PRONAF) en 1995. Al promover vías de desarrollo de las unidades familiares orientadas a la especialización productiva en commodities para la industria y la exportación y a la alta dependencia de los mercados de insumos y servicios, el Pronaf actuó bloqueando o incluso destruyendo las cualidades intrínsecas de la agricultura familiar que deberían ser promovidas.
Una importante inflexión en esta orientación contradictoria se dio en 2003, con el inicio del primer mandato del presidente Lula. Surgió entonces una nueva generación de políticas públicas destinadas a responder a la prioridad política del gobierno, la lucha contra el hambre y la desnutrición. Iniciativas como el Programa de Adquisición de Alimentos para la Agricultura Familiar (PAA), las compras institucionales, incluidas las compras a través del Programa Nacional 4
de Alimentación Escolar (PNAE), y los programas de cisternas en la región semiárida brasileña son algunas de las innovaciones institucionales creadas como parte de este importante cambio en el diseño de políticas dirigidas a la agricultura familiar.
Los efectos positivos de esta inflexión fueron evidentes en la región semiárida brasileña, donde se encuentra la mitad de las explotaciones familiares del país. En menos de dos décadas, el escenario de una región históricamente marcada por niveles extremos de privación y vulnerabilidad social ha cambiado positivamente, impulsado por la dinamización de la economía de la agricultura familiar. A esta rápida transformación contribuyó un conjunto de políticas destinadas a proporcionar servicios públicos y protección social a las familias agricultoras. Sin embargo, fueron las orientaciones políticas centradas en el fortalecimiento de las economías agrícolas familiares las que marcaron la especificidad regional de la acción pública. En lugar de inducir vínculos subordinados a las cadenas de valor del agronegocio, las políticas diseñadas e implementadas en conjunto con las organizaciones de la sociedad civil reunidas en la Articulación del Semiárido (ASA) crearon las condiciones adecuadas para el desarrollo de trayectorias de intensificación económica basadas en la diversificación productiva, en la gestión de los medios de producción endógenos (suelo, agua, agrobiodiversidad, trabajo, etc.) y la venta de la producción a través de circuitos cortos de comercialización. A pesar de la persistencia de fuertes obstáculos estructurales al desarrollo rural de la región, en particular la elevada concentración de la tierra, la región semiárida brasileña es el escenario de una experiencia virtuosa de aplicación de políticas «climáticamente inteligentes», más bien definida regionalmente como «convivencia con el semiárido».
A pesar de esta inflexión positiva a principios de la década de 2000, esta resultó insuficiente para superar la perspectiva productivista que orientó la creación de políticas para la agricultura familiar a mediados de la década de 1990. La mayor parte de los recursos financieros destinados a la agricultura familiar en los Planes Safra sigue canalizándose hacia la financiación de la producción de commodities en sistemas de monocultivo manejados con uso intensivo de agroquímicos y otros insumos y servicios comerciales. Como resultado, un segmento minoritario moviliza el mayor porcentaje del volumen de recursos públicos asignados al rubro, haciéndolo estructuralmente dependiente del sistema financiero y agroindustrial. Por otro lado, el segmento mayoritario, que incluye un gran contingente de familias sin tierra y con poca tierra, sigue quedando al margen de los beneficios de las políticas de desarrollo rural y agrícola.
Dada la profundización y la interconexión de las crisis ecológica, climática, social, alimentaria y sanitaria, es urgente una nueva inflexión en las políticas agrícolas y alimentarias. Podríamos llamarla una «inflexión agroecológica en las políticas públicas para la agricultura familiar». Esta inflexión implica profundizar y complementar la inflexión que tuvo lugar a principios de la década de 2000. Profundización, porque debe dirigirse a intensificar y diversificar los instrumentos políticos destinados a valorizar el trabajo de la agricultura familiar en la producción de alimentos en cantidad, calidad y diversidad. Las bases iniciales 5
de esta profundización ya están esbozadas en la Política Nacional de Suministro Alimentario (PNAAB, por la sigla en portugués) y en la Política Nacional de Seguridad Alimentaria y Nutricional (PNSAN). El fortalecimiento de los planes nacionales que se derivan de estas políticas (Planab, Plansan) con presupuestos y medios de implementación robustos es una condición necesaria para esta profundización. En el actual contexto de restricción fiscal y elevadas tasas de interés de mercado, una medida altamente eficaz en esta inflexión agroecológica sería financiar ambos planes con parte de los recursos del tesoro actualmente destinados a la ecualización de intereses del crédito subsidiado para la producción de commodities por parte de la agricultura familiar.
La inflexión anterior, que reconocía y valoraba el trabajo realizado por la agricultura familiar para producir alimentos sanos y adecuados, se complementaría con el reconocimiento y la valoración del trabajo realizado para reproducir los propios medios de producción. Se trata de reconocer el trabajo invertido en regenerar la infraestructura ecológica de los agroecosistemas (suelo, agua, biodiversidad), que forma una base de recursos autocontrolada indispensable para los futuros ciclos de producción. También se trata de reconocer el trabajo dedicado a la reproducción de la propia fuerza de trabajo familiar, ya sea la producción de alimentos para el autoconsumo o el tiempo dedicado a las tareas domésticas y de cuidados. En definitiva, se trata de reconocer y valorar la agricultura familiar como una institución que vincula orgánicamente el trabajo humano con el trabajo de la naturaleza, enlazando coherentemente la producción económica con la reproducción ecológica y social. Por tanto, además de producir bienes esenciales para el consumo de la sociedad, el proceso de trabajo en la agricultura familiar produce «servicios agroecosistémicos».
Como externalidades positivas del proceso económico llevado a cabo en la escala micro de las explotaciones familiares y las comunidades rurales, los servicios agroecosistémicos pueden traducirse en respuestas coherentes a las múltiples crisis a las que se enfrentan las sociedades en la escala macro. En este sentido, contrasta con la economía del agronegocio, cuyo patrón de crecimiento económico a escala micro genera externalidades negativas que están en el origen de las crisis a las que se enfrentan a escala macro.
Al regenerar y/o mantener la integridad de la base biofísica de los agroecosistemas, los servicios agroecosistémicos producidos por la agricultura familiar deben promoverse como estrategia para conservar la biodiversidad y revertir los procesos de degradación del suelo y del agua. Las emisiones de gases de efecto invernadero evitadas y el mantenimiento de sistemas agroalimentarios con altos niveles de resiliencia al cambio climático también deberían ser reconocidos y valorados como servicios agroecosistémicos prestados por la agricultura familiar.
Valorar los servicios agroecosistémicos también significa reconocer la importancia del trabajo doméstico y de cuidados para la economía de la agricultura familiar, tratando de superar la carga desproporcionada que soportan 6
las mujeres en el desempeño de estas actividades. También significa abrir a la juventud rural horizontes laborales más prometedores desde el punto de vista económico y estimulantes desde el punto de vista cultural e identitario.
Las políticas públicas de valorización de los servicios agroecosistémicos deben incentivar el desarrollo y la utilización de prácticas de manejo técnico basadas en procesos biológicos, ayudando a cerrar los ciclos ecológicos a escala del paisaje agrario y garantizando el mantenimiento de altos niveles de autonomía en relación a los mercados de insumos y servicios. La intensificación de la producción de servicios agroecosistémicos también está asociada al desarrollo y al financiamiento subvencionado de máquinas y equipos adaptados a la gestión de sistemas productivos complejos, reduciendo la sobrecarga y aumentando la productividad del trabajo.
La Política Nacional de Agroecología y Producción Orgánica (PNAPO) y su instrumento operativo, el Planapo, así como la Política Nacional de Investigación e Innovación para la Agricultura Familiar y la Agroecología (PNPIAF, por la sigla em portugués), el Programa Nacional de Reducción de Plaguicidas (Pronara, sigla em portugués) y el Plan Nacional de Juventud y Sucesión Rural incorporan un conjunto de iniciativas coherentes para la promoción de los servicios agroecosistémicos por parte de la agricultura familiar. Sin embargo, al igual que el PNAAB y el PNSAN, siguen infra financiados y desarticulados.
El fortalecimiento y la coordinación de las políticas, planes y programas públicos nacionales mencionados constituyen un primer e indispensable paso hacia la necesaria y urgente inflexión agroecológica de la acción estatal. Al reconocer y potenciar la vocación económica de la agricultura familiar para la producción combinada de alimentos sanos y adecuados y de servicios agroecosistémicos, esta inflexión podría abrir un importante camino hacia la solución de las crisis combinadas que se viven a nivel nacional y mundial. Los servicios agroecosistémicos, a diferencia de los servicios ecosistémicos, no se miden con parámetros reduccionistas. Tampoco pueden ser regulados por los mercados. Se valoran en la esfera pública como resultado de un amplio reconocimiento social de las múltiples funciones económicas, ecológicas y culturales que desempeña la agricultura familiar en beneficio de las sociedades presentes y futuras.
El contexto de la celebración de la 30ª Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP30) en Brasil es una oportunidad excepcional para posicionar la agricultura familiar en la agenda política internacional como un actor clave en la reestructuración de los sistemas agroalimentarios, responsables de un tercio de las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero y de aproximadamente dos tercios de las emisiones brasileñas. Posicionar la agricultura familiar en la agenda internacional significa darle visibilidad y aprovechar sus peculiaridades y vocaciones económicas sólo desarrolladas a escala micro, lo que implica la necesidad de descentralización y democratización de los sistemas de gobernanza sobre los sistemas agroalimentarios. En concreto, significa incorporar estrategias agroecológicas de fortalecimiento de la agricultura familiar con vistas a la territorialización de los sistemas agroalimentarios en los Planes Nacionales de Adaptación y Mitigación, así como en los objetivos fijados en las Contribuciones Determinadas a Nivel Nacional (NDC).
*Paulo Petersen – Coordinador Ejecutivo de AS-PTA, miembro del Núcleo Ejecutivo y del Grupo de Trabajo sobre Justicia Climática de la Articulación Nacional de Agroecología (ANA, Brasil), enviado especial para la Agricultura Familiar a la COP30
**Exposição realizada na Pré COP30 da Agricultura Familiar (Brasília, 05/06/2025). Para saber mais sobre este evento, clique AQUI.